En lo profundo de un tranquilo valle, rodeada de altos árboles y campos verdes, se encontraba una casa de campo aparentemente abandonada. Sus paredes de madera desgastada y su tejado con tejas rotas parecían testigos silenciosos de los años que habían pasado desde que alguien la habitara.
Un día soleado de verano, tres amigas, Elena, Marta y Laura, decidieron explorar la misteriosa casa de campo. Entraron con risas nerviosas, dispuestas a descubrir los secretos que escondía. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que habían cometido un terrible error.
Mientras exploraban las habitaciones polvorientas, una puerta se cerró de golpe detrás de ellas, atrapándolas en el interior. Pánico y desesperación se apoderaron de las tres amigas cuando se dieron cuenta de que estaban encerradas en esa casa desolada.
Pasaron horas buscando una salida, pero cada puerta y ventana estaba sellada o bloqueada. La casa parecía tener vida propia, susurros y risas siniestras llenaban las estancias. El sol se puso, sumiendo la casa en una oscuridad ominosa.
Días se convirtieron en semanas, y la comida y el agua escaseaban. La esperanza de ser rescatadas se desvanecía rápidamente. La tensión entre las amigas aumentaba a medida que el hambre y el miedo las debilitaban.
Finalmente, en un acto desesperado, Marta logró abrir una ventana del segundo piso y se arrojó al exterior, fracturando su pierna en el proceso. Las otras dos amigas la ayudaron a arrastrarse hacia la carretera, donde un conductor que pasaba llamó a la policía.
Las tres amigas fueron rescatadas, pero nunca pudieron explicar quién las había secuestrado en esa casa de campo abandonada ni por qué las habían liberado de repente. El trauma de su experiencia las atormentaría durante el resto de sus vidas, y la casa de campo se convertiría en un lugar maldito en sus recuerdos, un recordatorio constante de la tragedia que habían vivido.
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