Él la amaba con una pasión que era el centro mismo de su existencia. Cada día, al mirarla, sentía cómo su corazón se encendía con un fuego ardiente que no conocía límites. Había jurado ser su protector, su apoyo, su refugio seguro en medio de las tormentas de la vida.
Juntos, habían tejido una historia de amor que parecía inquebrantable. Habían compartido risas y lágrimas, alegrías y tristezas, construyendo un lazo que se fortalecía con cada desafío que enfrentaban. Cada mañana, al despertar, encontraba su mirada dulce y su sonrisa radiante, y sabía que todo estaba en su lugar en el mundo.
Pero el destino, indiferente a los juramentos y promesas, tenía otros planes. Una enfermedad implacable se infiltró en el cuerpo de su amada. El dolor y el sufrimiento se convirtieron en compañeros ineludibles de sus días y noches. Él estaba impotente, atrapado en la desgarradora realidad de ver a la persona que amaba luchar contra una batalla que no podía ganar.
Cada visita al hospital era un recordatorio cruel de la fragilidad de la vida. Su esposa, una vez llena de vitalidad, ahora estaba postrada en una cama, su cuerpo debilitado por el dolor y la lucha constante. Él estaba a su lado, sosteniendo su mano con la misma devoción que siempre había sentido, pero ahora lleno de impotencia y desesperación.
Cuando llegó el día en que sus ojos se cerraron por última vez, él sintió cómo el mundo se derrumbaba a su alrededor. El amor que habían compartido, los recuerdos preciosos que habían acumulado a lo largo de los años, ahora parecían frágiles y fugaces. La pérdida de su esposa, su confidente, su alma gemela, dejó un agujero en su corazón que nada podía llenar.
Siguió adelante, como debía, pero el amor que una vez ardió con fuerza se convirtió en una llama débil y apagada. Cada día, al mirarse al espejo, veía en sus ojos la tristeza y el vacío que solo el amor perdido podía dejar. Su esposa vivía en su memoria y en su corazón, pero la vida misma había perdido su brillo, y él seguía adelante, pero nunca completamente entero.
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